LA AMENAZA AMARILLA Faltaban sólo quince
minutos para que dieran las ocho de la tarde. La tensión
del momento se reflejaba fielmente en los rostros de los
lugareños. Las mujeres andaban refugiadas en la iglesia
con don Marcelino, el cura, quien entre rezo y rezo de
sus feligresas aprovechaba para entrar en la sacristía y
echarse al coleto un par de vasos de vino, ya que la
dramática situación requería una tranquilidad difícil de
obtener por otros medios. La totalidad de la comunidad
masculina había montado su cuartel general en el bar de
Lucas -el único del pueblo-, y donde entre trago y trago
de orujo, blasfemaban sin cuartel contra dioses y
mortales de la multitudinaria raza amarilla. Leocadio,
el alcalde, con los ojos vidriosos y la lengua de trapo,
seguía atento las últimas noticias que le transmitía
Lorenzo -su hijo y único joven del pueblo junto con
Venancio, el hijo de Lucas- por el arcaico teléfono del
bar, que solo servía para conectarse directamente con el
despacho del alcalde. La pequeña emisora instalada en el
segundo piso del ayuntamiento era la única conexión del
pueblo con el mundo exterior. Y todo porque Rogelio, el
pastor, enfadado por la inverosímil noticia, se lió a
pedradas con los tres aparatos de televisión del pueblo;
el del bar de Lucas, el del teleclub, y el del alcalde,
apareciendo de improviso en casa de este último y
rompiéndole la tele justo en el momento en que John
Wayne ponía tibios a cuatro matones de Douhtge City. Y
todo porque eran de marcas orientales. Si no ocurrió una
tragedia fue gracias a dos factores fundamentales: Al
buen juicio de la señora del alcalde al ocultar
rápidamente la escopeta de cartuchos de su esposo; y a
la ligereza de piernas de Rogelio al contemplar la cara
del primer edil tras atentar, más que contra sus bienes
personales, contra la mítica figura del Duque. Desde
entonces -iba ya para una semana-, el impulsivo pastor
no había vuelto a bajar al pueblo, supliendo sus
naturales apetitos sexuales con los mimos que le
propiciaba Chivi, una simpática ovejita lucera que como
su dueño solía comentar, era de las pocas hembras que
nunca le decían que no.
Los minutos avanzaban
imparables, arrolladores, convirtiéndose en silenciosas
detonaciones en los corazones de los lugareños cada vez
que la aguja del minutero terminaba su periódico
recorrido y comenzaba de nuevo el siguiente. Demasiada
tensión para los escasos habitantes de Villanueva del
Gapo. Sí, curioso nombre el de este pueblo situado en
noroeste de la provincia de Zamora. Rodeado de montañas
por el norte, lindando con un gran cañón por el sur, y
tanto el este como el oeste ofreciendo bosques de
frondosa vegetación. Tal situación hace que el pueblo se
encuentre prácticamente alejado de toda comunicación con
el resto de la provincia, así como del país. Tan sólo
recibe las visitas -una vez cada quince días- del
cartero y de los aprovisionadores de la zona de
Sanabria, que es la que más cerca se encuentra del
mismo. La formación del pueblo no cuenta con
muchos años de historia. Tan sólo ciento cincuenta,
cuando Agapito Rodríguez se estableció con varias
familias en una pequeña zona privilegiada dentro de un
marco hostil -entonces había lobos, osos..- e
inaccesible. Practicando una economía de subsistencia,
consiguieron salir adelante sin lujos pero sin
carencias, llegando el pueblo a tener en los años veinte
hasta seiscientos habitantes. El nombre de Villanueva
del Gapo ha surgido de una forma curiosa. Evidentemente
se dedicó a su líder y fundador Agapito Rodríguez. Las
crónicas del lugar tratan al tal Agapito como una
especie de héroe legendario, sin nada que envidiar a
Bernardo del Carpio o a Don Pelayo. De hercúlea
musculatura, belleza rústica y singular valentía. Cuenta
una de sus más famosas gestas que acabó con un
gigantesco jabalí de un certero golpe de piedra lanzado
con su honda. Esto es lo que todo el pueblo cree a pies
juntillas del fundador de la villa, y luego ha sido el
tiempo el que ha conseguido que de Agapito -un nombre
poco viril- pasase a Agapo y más tarde Gapo, como se la
conoce actualmente. Lo que poca gente sabe, tan sólo
Leocadio, el alcalde, quien por cierto consiguió ese
puesto por ser descendiente directo de Agapito, es que
lo del jabalí no fue exactamente así. Resultó en
realidad que nuestro simpático padre fundador se
encontraba en el bosque realizando una inesperada
deposición provocada por una ingestión excesiva de moras
silvestres, mientras un jabalí de unas treinta arrobas
daba buena cuenta de unos frutos esparcidos por el suelo
unos cuantos metros más abajo. Cuando nuestro héroe
local intentó adecentarse un poco los cuartos traseros,
parece ser que no encontró ninguna planta que se
adecuase al fin buscado, aunque sin embargo halló una
piedra de formas redondeadas y seguramente de la textura
adecuada con la que poder limpiarse a gusto y sin dañar
en ningún momento su peludo final de la espalda. Una vez
terminada la operación, gritó un enigmático ¡Yapayááá! y
acto seguido lanzó la piedra tan lejos como pudo en la
misma dirección en la que se encontraba el pacífico
jabalí. Por desgracia para éste, la piedra lanzada por
Agapito chocó contra otro montón de piedras situadas en
una pequeña colina formada por grandes rocas, y la
fatalidad quiso que se formase un considerable alud a
partir del insignificante golpe. Al pobre animal no le
dio tiempo ni de santiguarse, terminando sus días
ensartado en el espetón con el que Agapito obsequió a
sus paisanos para celebrar su heroica captura. En fin,
es lo bonito que tienen las leyendas, que de un origen
absurdo y fortuito, con el transcurso del tiempo algunas
tornan en épicas hazañas. Por último, tan bien podríamos
añadir que lo de musculatura hercúlea y belleza rústica
habría que discutirlo. Más que nada porque Leocadio
poseía una foto de su ascendiente -jamás enseñada a
nadie del pueblo-, donde aparecía un enjuto aldeano
unicejo, bidental y trípode -que todo hay que decirlo-,
pues el amigo marcaba paquete de una forma exagerada en
sus prietos pantalones de pana. Pero bueno, la foto era
de mil ochocientos noventa y dos, y quizá el canon de
belleza de la época era distinto al de ahora.
Las
nuevas noticias no eran muy alentadoras. Por lo visto ya
estaban todos preparados para el simultáneo salto. Una
gota de sudor frío corrió entonces por la frente de Don
Francisco, el matasanos del pueblo. Era el único vecino
de la villa que siempre había defendido la teoría de que
aquello era una broma, una inocentada de los
periodistas. Sin embargo, conforme pasaban los minutos,
su teoría iba perdiendo peso en favor de la realidad
inevitable, por lo que sólo le quedaba rezar y acordarse
de los muertos de Hiro Hito, Chu Lí, Koyi Kabuto o del
tierno karateca enano, Sr. Miyaggi. Y es que para el
caso, daba igual que los ascendientes mentados fueran
una mezcla de japoneses y de chinos, pues para los del
pueblo, todas las personas de ojos rasgados eran
chinos.
Quien iba a decirles una semana antes que
llegarían a tomarse tan en serio la noticia. Cuando
Lorenzo apareció el domingo en el bar dando la buena
nueva de que todos los chinos saltarían al unísono
varias veces consecutivas el día quince de octubre, los
habitantes del pueblo se lo tomaron a guasa. Todos menos
Rogelio, que fue el único que vio el peligro del acto y,
haciendo gala de su temperamental pronto, destruyó los
tres aparatos de televisión del pueblo por ser de
fabricación oriental. El gesto no cayó muy bien entre
sus vecinos, pues de la noche a la mañana se quedaron
sin medios de contacto con el resto del mundo, ya que
nadie poseía radio -tan sólo existía la emisora del
ayuntamiento que únicamente sabían manejar Lorenzo y
Venancio-, perdiéndose el pueblo entero la reposición
prevista para ese domingo del último episodio de Starsky
y Huch, serie de culto por cierto para todos los
gapenses.
Y es que, aunque al principio la
noticia fue tomada a broma, a medida que pasaban los
días, sin más información que la dada por Lorenzo y
Venancio, el anecdótico salto pasó a convertirse en
honda preocupación de los vecinos de Villanueva del
Gapo, incrementándose ésta cada vez más por los
apocalípticos comentarios de los agoreros de siempre. Y
todo porque los habitantes del país de la Gran Muralla,
los rollitos de primavera y de las pelis de Bruce Lee,
estaban hasta las bolas de que las grandes decisiones
mundiales sobre cuestiones políticas, humanitarias o de
cualquier otro tipo, fueran siempre tomadas atendiendo
los dictámenes de los países occidentales. Querían dar
una advertencia mundial. Querían dar a entender que
China era una gran potencia, y que un acto aparentemente
absurdo como éste podía conseguir que todo el planeta
comprobase la tremenda unión del pueblo chino cuando se
proponía realizar algo en común. Mil trescientos
millones de chinos pegando saltos a la vez. Desde luego
era una original forma de echar el domingo, y sin
gastarse un duro. Perdón, un yuan, y nada de yen
quisquilloso lector, que eso es en Japón. Según
contaba Venancio, en Nueva York se había reunido una
pequeña comisión de sabios de distintos países para
analizar los posibles efectos del multitudinario salto.
Había un americano -of course-, un alemán, un inglés, un
francés y un español. Vamos, como en el chiste. Para el
americano, natural de Tucson (Arizona), la cosa estaba
clara. Se lanzaban diez millones de misiles Tomahawk
directos a China y así se evitaba el peligrosísimo salto
que podría dar lugar a una variación del eje de la
Tierra de consecuencias desastrosas. Además, como el
país era comunista... Para el alemán, un berlinés alto y
serio, de esos que pronuncian las erres con tanta fuerza
que acojonan al más pintado, opinaba lo que había que
hacer era ignorar el farol lanzado por los amarillos,
pues si ya era imposible poner de acuerdo a mil personas
para hacer algo a la vez, a mil trescientos millones...
El inglés, oriundo de Manchester, haciendo gala de la
afamada flema británica, opinaba como el alemán; esperar
a la hora señalada tomándose el té -a pesar de no ser
las cinco de la tarde-, y deleitándose a su vez con la
visualización de algún episodio de Benny Hill. La
colonia asiática en Inglaterra era muy numerosa y estaba
seguro de que a sus paisanos nunca se les ocurriría
ponerlos en peligro. El francés, vecino de París, estaba
mucho más preocupado que ninguno. Su obsesión era la
torre Eiffel. Estaba convencido de que si se producía un
terremoto, el símbolo de su ciudad natal se desplomaría
sin remedio. Y lo que le tenía sin pegar ojo no era el
destino de la metálica construcción, sino el de su casa,
que se encontraba casi al lado. Por culpa de unos
cuantos chinos porculeros -quizá más de unos cuantos-
podría darse el caso de llegar a lo que un día fue su
casa y encontrar tan sólo el picaporte. Por eso él era
partidario de negociar. Dar el dinero que fuera
necesario para quitarles la idea de la cabeza, organizar
el tour del próximo año en China -aunque no se lo
terminara ni un ciclista alpistado de EPO hasta las
orejas-, nacionalizar chino a Platini... porque a Zidane
sería ya pasarse. Y en cuanto al español, su propuesta
era también agresiva, como la de los americanos, solo
que con un singular toque de originalidad. Nuestro
representante, un segoviano simpático y borrachín,
improvisaba constantemente kafkianas soluciones entre
chupito y chupito que le largaba a la petaca de DYC que
llevaba en el bolsillo de su chaqueta. La idea que más
gustó -y sorprendió- fue la poner de acuerdo a todos los
demás países del mundo y saltar simultáneamente una hora
antes que la prevista por los chinos. Que no pasaba
nada, pues vale, por lo menos le habríamos pisado la
idea a sus inventores. Que se hundía el chiringuito,
pues también valía, porque para que lo hicieran los
chinos mejor lo hacíamos nosotros y nos llevábamos la
gloria.
De las bocas de los vecinos de Villanueva
del Gapo surgieron también hipótesis de lo más
variopintas sobre la relación causa-efecto relativas al
salto del imperio chino. Y aunque ustedes no se lo
crean, de personas con una cultura prácticamente
elemental nacieron impresionantes teorías que hablaban
del fin del universo, de su curvatura, de la lluvia
ácida o el efecto invernadero, que ni un Stephen Hawking
bien cargadete de farlopa jamás hubiera llegado siquiera
a intuir. Las había de todo tipo. Agoreras como la de
Facundino, que pensaba que el salto tendría tal potencia
que la Tierra daría una vuelta sobre sí misma y se
caerían para abajo, al espacio, todos los que ahora
estaban arriba. Lo que fallaba de su teoría, comentaba
su mujer, era que por qué no se habían caído nunca hasta
la fecha los que habitaban en el otro lado del mundo.
Había también teorías optimistas como la de Marga, la
putilla del pueblo, que decía que tras el salto China se
hundiría y con el oleaje formado se regarían las zonas
desérticas de la tierra y se acabaría la sequía de una
vez por todas. Además, sin explicar a nadie el cómo ni
el por qué, el agua salada tornaría en dulce en tres
días y ya no volverían a darse los tornados ni los
ciclones. ¡Chúpate esa Mario Picazo! Pero desde luego,
las dos teorías más curradas eran las defendidas por don
Marcelino, el cura, y por Jacinto, el tonto del
pueblo.
Don Marcelino, haciendo gala de su nada
despreciable conocimiento de las Sagradas Escrituras,
sentenciaba que el fin del mundo sería consecuencia del
absurdo salto. Todo estaba escrito. A tal conclusión
había llegado tras realizar unas inexplicables
operaciones cabalísticas que iban desde leer la Biblia
saltándose de dos en dos los versículos del Apocalipsis,
hasta escuchar al revés las cintas de chistes de
Arévalo, pues don Marcelino siempre pensó que el
humorista había vendido su alma al diablo ya que era
imposible que semejante tipo siguiera aún dando guerra
después de tantos años, contratándolo todavía para las
fiestas de los pueblos o en programas como el de Jose
Luis Moreno, otro que...
En cuanto a Jacinto, su
teoría tampoco era nada despreciable. Opinaba el
simpático aldeano honrado con tan honorífico título, que
el salto haría que la Tierra cayese en picado hacia los
abismos siderales. Pasaría a través de galaxias y
galaxias a una velocidad vertiginosa, pero como el
universo era cóncavo y estaba en continua expansión,
sería atraída enseguida por un agujero negro que nos
trasladaría a otra dimensión temporal donde
reapareceríamos en un mundo al revés, en el que entre
otras cosas Juanito Navarro sería un elegante presidente
del Senado y Manolo Chaves el incombustible batería del
veterano grupo de heavy metal Arikitown. Cuando Jacinto
expuso tan singular teoría, la gente se quedó callada.
Más que nada porque para ser una de sus tonterías de
siempre estaba bastante documentada, con palabras muy
técnicas, por lo que sólo podían pasar dos cosas: o bien
Jacinto se había fumado los últimos veinticinco números
del Muy Interesante -cosa bastante posible-, o bien
resultaba que, después de tantos años, los verdaderos
gilipollas eran ellos -cosa también posible por
cierto-.
Así estaban las cosas cuando tan sólo
quedaban ya ocho minutos para la hora establecida. Otros
ocho minutos de aterradora tensión que daban la
impresión que acabarían de una vez por todas con los
afamados nervios de acero de los gapenses. Pero estaba
de los dioses que no serían unos minutos únicamente
ocupados por oraciones y crueles insultos hacia los
orientales. De repente, todo el pueblo escuchó
asombrado el sonido de un potente motor. Al principio
pensaron que eran los aprovisionadores de la zona de
Sanabria, pero enseguida descartaron tal posibilidad
pues nunca en treinta años habían llegado antes de las
nueve. Bastante escamados, salieron en tropel tanto del
bar de Lucas como de la iglesia los ciento tres
habitantes de Villanueva del Gapo. Y ante ellos, como si
de una aparición demoníaca se tratase, surgió de entre
el polvo levantado en la plaza del pueblo sin asfaltar
la gigantesca figura de un autobús atestado de turistas
japoneses.
En los rostros de los gapenses se
dibujaron imposibles muecas de asombro, dignas de los
mejores dibujantes de cómics. Aquello era demasiado.
Además de poner en peligro las vidas de todos los
habitantes de la Tierra, tenían la tremenda desfachatez
de llegar a un pueblo perdido de España y hacerles fotos
seguramente para dejar constancia de cómo estaban de
acojonados los distintos habitantes de cada país. En ese
momento, el minutero del reloj que había en la fachada
del ayuntamiento indicó que sólo faltaban cinco
minutos. Cuando los japoneses bajaron del autobús
-ochenta y cinco en total-, quedaron sorprendidos ante
el pequeño ejército de hombres y mujeres de rostros
curtidos por el sol y manos encallecidas que les miraba
con cara de pocos amigos. La idea había sido del guía,
que quería enseñarles una aldea que no aparecía casi
nunca en los mapas, llena de gente sencilla y
hospitalaria. Aunque ni él mismo entendía aquel extraño
recibimiento de tácita hostilidad. Quizá, pensaron los
japoneses, que lo que les sorprendía era su aspecto
exótico. Así que, para hacerse los simpáticos y romper
el hielo, dos jóvenes -un chico y una chica de unos
dieciocho años- se pusieron a dar saltos y decir a
gritos ¡Hola!, ¡Hola! ¡Nos gusta
Zamora! Aquello fue el acabose. La gente del
pueblo, poco ducha en idiomas y haciendo una
interpretación libre sobre lo chapurreado en pésimo
español por los jóvenes nipones -para ellos chinos de
toda la vida-, llegó a la conclusión de que habían dicho
algo así como que ya era la hora. Se miraron unos a
otros como preguntándose qué debían hacer. Y fue
Leocadio, haciendo gala de una envidiable sangre fría
-conseguida eso si después de dieciséis chupitos de
orujo-, el que marcó la pauta a seguir. -Vecinos,
como máxima representación de la autoridad en este
hermoso pueblo os ordeno que ataquéis al enemigo y
evitemos entre todos que se pongan a saltar. Quizá no
consigamos mucho, pero ochenta chinos que no salten son
ochenta chinos. La orden llegó a los corazones de
todos los habitantes y al instante se armaron de
cayados, martillos, rodillos de cocina... El grito de
guerra que esperaban para entrar en combate no tardó en
llegar. Y salió de quien menos hubieran sospechado. Ni
más ni menos que de Gumersindo -alias La Sindi-,
evidentemente la loca del pueblo. -¡Seguidme, que yo
estuve en Sidi Ifni! La verdad es que el grito
dejó descolocado durante unos segundos a todo el mundo,
porque eso de Sidi Ifni nadie tenía ni zorra idea de
dónde había sido. Pero enseguida reaccionaron,
diciéndose para sus adentros que si la Sindi había
luchado en un sitio tan raro como ese ellos no iban a
ser menos. Así que, sin pensárselo más veces, levantaron
sus armas y dando todo tipo de gritos se dirigieron
hacia donde estaban los asustados orientales.
La
improvisada carga fue tremenda. Algo así como La Última
carga de la Brigada Ligera. Los pobres japoneses
observaron acojonados como un centenar de rusticmen
caían sobre ellos, gritando como posesos, con la boina
calada hasta las cejas ellos, y ellas con pañuelo negro
-tipo doña Rogelia-, aunque algunos tan apretados que
les cortaban la respiración y los gritos que soltaban
eran más por asfixia que por atemorizar al
enemigo. Los nipones, herederos de la antigua
tradición guerrera de los samuráis, hicieron de tripas
corazón y no tuvieron más huevos que ponerse a repartir
galletas a diestro y siniestro sin pararse mucho a
pensar en el por qué del ataque. También es verdad que
de aquellos sorprendidos japoneses, karate sólo sabían
cinco o seis. Los demás hacían lo que podían,
improvisando grititos de esos de las películas de
chinos, dando patadas o pegando saltos parecidos a los
que daban los tíos de Fama. Los nuestros, más
clásicos, se decantaron por las hostias dadas con la
mano abierta. Las de toda la vida, vamos. También surgió
una variante gracias a Toño, el cabrero, elegido durante
seis años seguidos como el tío más bestia del pueblo. Le
dio por cerrar el puño y estrellarlo como una
apisonadora contra los cráneos de los infelices turistas
japoneses. Tipo Bud Spencer. La cosa hizo gracia, por lo
que segundos más tarde todo el pueblo plagiaba con
descaro el innovador estilo del musculoso cuidador de
cabras. Hasta Luisa, la primera dama del pueblo -osea,
la esposa del alcalde-, repescó del ostracismo la
tradicional estampa de la mujer que rodillo en mano
persigue a su hombre ya sea por estar medio mamado, ser
adúltero e incluso ser impotente. Salvo que en este caso
concreto el hombre resultaba ser un pobre japonés que no
se había metido con nadie y que corría que se las
pelaba. El apogeo de la batalla llegó cuando
tan sólo quedaba un minuto para que dieran las ocho de
la tarde. Los estridentes banzais escupidos por los
pequeños visitantes rápidamente eran contestados con
sonoros ¡Agapo, y cierra España!, ¡Mierda al flan chino!
o ¡Garrote, garrote al hijoputa que bote! Incluso don
Marcelino se internó varias veces hasta el centro del
feroz combate, quedando una de las veces rodeado de
enemigos que huyeron como alma que lleva el diablo
cuando cual veterano del Tercio gritó ¡A mí, gapenses!,
llegando al instante cuarenta aguerridos paisanos
dispuestos a defender a su sacerdote con uñas y
dientes. De entre toda aquella violencia desatada
quizá lo más destacado fueron dos hechos curiosos. Uno
de ellos sería la bizarra manera de combatir de un
japonés que resultó ser el más peligroso de la panda. El
mozuelo -uno de los chicos que se puso a dar vivas a
Zamora-, se vino arriba cuando empezaron a caer gapenses
tras recibir el impacto en sus cabezas de hermosas
peladillas -compradas seis días antes- lanzadas a modo
de surikenes. Como hombre de recursos que era, hacía
girar la cámara de fotos y su funda correspondiente a
una velocidad vertiginosa, lanzándola segundos más tarde
contra sus enemigos con singular puntería. Donde ponía
el ojo ponía la cámara. Cierto es también que tras el
segundo lanzamiento la pobre máquina estaba ya más
abollada que la vespa de Steve Wonder, pero bueno, la
situación requería el sacrificio. La lástima fue que al
pobre rapaz se le fue la olla y cargó contra la barriga
de Toño en un ataque suicida mientras gritaba a su vez
¡kamikazeeeeee! Toño ni se enteró del impacto, mientras
que el alocado muchacho cayó peloto sin decir ni pío. El
otro hecho curioso fue el indulto con el que Cefe
obsequió a una pobre japonesa que creyó tener los días
contados. Resultó que el bueno de Cefe agarró por el
pescuezo a la inocente fémina, aprentando sin cuartel
hasta que su cara pasó del amarillo al rojo en apenas
cinco segundos. La pobre chica buscó en los ojos de
aquél ser que la estaba estrangulando, enfundado en una
extraña camiseta con el dibujo de una boina superpuesta
sobre dos garrotes cruzados y en la que aparecía escrita
en mayúsculas la leyenda RUSTIC POWER, algún destello de
humanidad. Y parece ser que lo encontró, pues Cefe la
soltó, emocionado seguramente ante la especie de saeta
semanasantera que se marcó la japonesa con el poco aire
que le dejaba el hijoputa. En el reloj del
ayuntamiento dieron las ocho de la tarde. Justo en ese
momento aparecieron Lorenzo y Venancio sorprendidos ante
semejante espectáculo. ¡Pero qué hacéis
animales! ¡Qué os han hecho estos pobres
chinos! -¿Qué nos han hecho?-respondió sorprendido su
padre. ¿Y tú lo preguntas? ¿No ves que estaban
preparados para saltar y mandarnos a todos a tomar por
culo? -¿Pero cómo podéis ser tan gañanes?-gritó
Venancio fuera de sus casillas. ¡No os dais cuenta que
todo ha sido una broma! -¿Una broma?-bramó casi al
unísono todo el pueblo. La gente comenzó a dejar a
los japoneses tranquilos, acercándose los lugareños a
Lorenzo y Venancio y friéndolos a preguntas. Los
magullados nipones se miraban entre ellos como
preguntándose si lo que debían hacer era salir por patas
o quedarse a ver qué es lo que pasaba. Al final triunfó
la opción de ver que pasaba. -¿Cómo que una broma?
¡Si os lo han dicho en la radio del ayuntamiento! ¡Si
incluso han mandado una avanzadilla de los suyos para
atacarnos! -Veréis, es que Venancio y yo
estábamos aburridos una tarde y se nos
ocurrió... -Gastar una broma a la gente y echarnos
unas risas durante unas horas-continuó Venancio. Nunca
imaginamos que la gente sería tan bestia de creérselo de
verdad, y cuando vimos que pasaban los días y la bola
aumentaba pues nos liamos a inventarnos noticias para
reírnos un poco más de los del pueblo. Nunca pensamos
que esto acabaría así. -¡Esto no puede ser verdad! De
mi hijo no puede salir una broma de tan mal gusto. ¡Dime
que no, Lorenzo! ¡Dime que no! -Lo siento papá, no
esperábamos que la cosa se nos fuera tanto de las
manos... -Hijo, Dios mío, hijo...
¡Hijoputa! -¡Leocadio, que yo soy su madre!-contestó
airada la primera dama. -¡Si es que me avergüenzo de
mi hijo! Tú no ves un duro mío en la vida. -¿Y ahora
qué hacemos con los chinos?-preguntó dubitativo don
Marcelino. Porque explicárselo va a ser
complicado... Apenas terminó de decir estas palabras
cuando escucharon encenderse el motor del autobús.
Parece ser que los japoneses al final se decantaron por
la opción de salir a toda pastilla cuando vieron que los
lugareños se enzarzaban en una extraña discusión de la
que seguramente pensaron que no saldrían muy bien
parados. Leocadio y don Marcelino se dirigieron hacia
ellos para exponerles las disculpas de todo el pueblo,
aunque lo único que pudieron comprender de aquella tribu
de desdentados, arañados y amoratados orientales fue
algo así como que ya se las pagarían, haciendo
explícitos gestos con los puños cerrados y apretando los
pocos dientes que quedaban en sus bocas a través de los
cristales un autobús que se alejaba a toda
velocidad. -Bueno, bueno-dijeron simultáneamente
Toño, Cefe y Marga. Osea que por la gracia de estos
niñatos nos hemos pasado una semana sin pegar ojo. Esto
no puede quedar así. -Opino como ellos-exclamó don
Marcelino. -Venga hombre, que no ha sido para
tanto-comentaron a la vez los protagonistas de la
historia. -¿Que no? Díselo a los pobres chinos-el
alcalde también metió cizaña. -Yo, Toño, voto por
hostiarlos. -Y yo. -Y yo. -Y yo. El clamor
popular solicitaba un castigo físico para calmar sus
ánimos. Y el alcalde, que prefería tener al pueblo a
favor que en contra, dictó su particular
jurisprudencia. -Sea la voluntad del
pueblo. -¡Pero cariño, que van a inflar a nuestro
Lorencillo!-gritó suplicante la preocupada madre. -El
alcalde ha hablado-sentenció el primer edil mientras
enfilaba sus pasos hacia el ayuntamiento. La paliza
que recibieron los dos muchachos tardó mucho tiempo en
olvidarse en Villanueva del Gapo. Sobre todo a ellos.
Dicen que el eco de los golpes propinados se estuvo
escuchando durante tres días consecutivos en las
montañas de la zona. En fin, así acabó la original broma
de los dos aburridos jóvenes. Al día siguiente todo
volvió a la normalidad y se volvieron a llevar bien
todos los habitantes del pueblo. Bueno, no todos, porque
había alguno que todavía no era capaz de bajar al pueblo
y seguía escondido en el monte liado en sus
cosas. -¡Chivi! ¡Esa Chivi
bonita......
* El título del relato viene
de una mítica canción con el mismo nombre de Los Nikis,
legendario grupo de los años ochenta que seguramente
inspiró esta descabellada hipótesis.
Rodrigo del Lago address@hidden
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